Canelo era un perro callejero que acompañaba a su amo como si fuera su sombra. Cada día se los podía ver paseando por Cádiz. Eran amigos. Una vez a la semana, el hombre tenía que ir al Hospital Puerta del Mar para someterse a diálisis. «Espérame aquí, compañero«, le decía acariciándole la cabeza al perro que esperaba pacientemente en la acera hasta que las puertas volvían a abrirse. Pero una mañana no lo hicieron. Las cosas se complicaron y el hombre murió. Nadie se lo dijo a Canelo, aunque, ¿qué podría entender un perro?
Desde ese día, el animal no se separó de la puerta del hospital. Los trabajadores y la gente del barrio, asombrados por su fidelidad, lo alimentaban y lo cuidaban. Y allí quedó, el perro de toda una ciudad, demostrando que los animales pueden ser más fieles que los humanos.
Un día, los empleados encargados de recoger a los perros vagabundos lo apresaron: alguien se había quejado de que el perro merodeaba cerca del hospital y que eso no era higiénico. Inmediatamente, todos los vecinos y AGADEN, la Asociación Gaditana para la Defensa y el Estudio de la Naturaleza, se movilizaron y pagaron sacar a Canelo de la perrera y evitar su sacrificio.
El perro volvió a su rinconcito cerca de la puerta del centro sanitario a pesar de que muchas familias se ofrecieron para recogerlo. Incluso la BBC, conmovida por la historia, hizo un reportaje. Desde Estados Unidos llegó una caseta de perro para que se resguardase de la lluvia, pero las ordenanzas municipales impedían su instalación. Canelo siguió siendo el perro de los gaditanos.
Hasta que un día, en 2002, casi doce años después de la muerte de su dueño, Canelo se reunió con él. Un conductor imprudente lo atropelló y acabó con su vida. Meses después, el Ayuntamiento aceptó la petición popular de los vecinos y, en un callejón junto al hospital, donde Canelo vivió gran parte de su vida, se instaló una placa en la que se recoge su agradecimiento.